domingo, 25 de agosto de 2013

2. La clave de todo




El plan era muy simple. Levantarse y tomar el colectivo, lo mismo de todos los días, solo que esta vez, en lugar de ir al trabajo, iba a ir la empresa de su tío. El viejo tenía una pistola en su oficina, escondida adentro de un cajón de su escritorio. No sabía bien en qué quilombos tenía que andar su tío para guardar una pistola en su oficina pero al parecer, sus negocios lo ameritaban. La tenía desde hace mucho. Él lo sabía porque se la había visto en un par de ocasiones. Era la única persona que conocía que tuviera un arma. Era lógico. Uno no anda por ahí preguntándole a la gente si tienen armas en sus casas o en sus oficinas. La empresa del tío era una fábrica de muebles y quedaba por la Juan B. Justo. Para tener una excusa con la que ir a visitarlo, se había presentado un par de días antes y se había dejado olvidada la billetera a propósito. Después lo llamó y quedaron en que iría un par de días después a buscarla. El plan tenía una parte en donde dejaba de ser simple pero él se encargaría de cumplirla: aprovechar algún momento de distracción, abrirle el cajón y llevarse la pistola. Después ya todo sería rápido, casi vertiginoso, claro y limpio. Salir de la fábrica, tomar otro colectivo, ir hasta algún lugar medio apartado en la otra punta de la ciudad (había pensado en el Parque Sarmiento), sentarse cómodamente en algún banco y pegarse un tiro en la cabeza. Bueno, esa parte no era tan limpia pero no iba a ser él quien tuviera que limpiar la mierda roja que le iba a salir de adentro. Ahí se terminaba su participación. Ahí se terminaba todo.

Lo que más le preocupaba era acobardarse a último momento. Era ese instante, cuando se sentara en el banco del parque, cuando se asegurara de que no hubiera nadie cerca, cuando sacara la pistola de entre la ropa y se la apoyara en el costado de la cabeza, ese instante era la clave de todo. El éxito del plan consistía en superar ese segundo de duda y cruzar la frontera. Sabía que el molesto instinto de supervivencia se iba a aparecer sin que nadie lo llamara y tenía que estar preparado para esquivarlo. Había pensado en emborracharse o fumarse un porro para darse valor pero se conocía y eso en vez de matarse lo iba a poner alegre y le iban a dar ganas de visitar amigos, escribir o escuchar música. Una mierda. Pero no quería pensar mucho. Ahí estaba todo: en no pensar. Tenía que ir paso por paso. Por ejemplo, ahora se acababa de bajar del colectivo y estaba caminando hacia la empresa del tío. Tenía que concentrarse en eso, nada más. El día estaba frío pero radiante. Pasó frente a un taller mecánico. Sonaba Mario Pereyra. Había una chica comprando en un kiosco. Un viejo vendiendo diarios y hablando con la vecina. Los autos pasando sin parar. Mañana de trabajo. Se acordó lo culpable que se sentía en la época en que no trabajaba. Cuando empezó a hacerlo, se sintió orgulloso por unos momentos y después se sintió una mierda, un pelotudo más, sintió asco de sí mismo. “Pero eso se termina hoy” se decía. Entonces sonó su celular. Lo miró y vio que su jefe lo llamaba, seguramente para preguntarle porqué no estaba en su lugar de trabajo. Naturalmente no había avisado nada el día anterior. Avisar implicaba hacer las cosas bien, conectarse todavía con el mundo. Pasó al lado de un tacho de basura y tiró el celular. Se sintió bien al hacerlo. Casi orgulloso. Se dio cuenta que iba bien encaminado y que en una hora a más tardar todo se iba a terminar. Todo se iba a ir bien a la mierda.

-Buen día, cómo estás – le dijo cuando entró a la fabrica la recepcionista, una chica como de 25 años, con ese tono seco con el que se dirigen las recepcionistas a los que no son señores importantes de saco y corbata.

La saludó y enseguida ella lo hizo pasar a la oficina del tío. El viejo era un grandote de barba y el pelo algo largo, se acercaba a los 60 años y tenía una panza enorme llena de vino y asados. Usaba una camisa en la que parecía sentirse incómodo y se lo veía alterado. Le dio la billetera, le preguntó cómo andaba su madre y después le dijo algo como “no me digás que faltaste al laburo para venir a buscar la billetera, qué boludo, al laburo hay que cuidarlo”. Él sabía que su tío le decía eso para “ayudarlo” pero en ese momento no estaba para aguantar consejos de mierda.

-Vine a buscar la billetera, nada más, no a escuchar tus consejos de mierda.

Era la primera vez que le hablaba así a su tío aunque hacía mucho que quería decirle algo de ese estilo. El viejo pareció sorprenderse pero enseguida reaccionó.

-¿Y esa te parece la forma de hablarle a tu tío, pendejo de mierda?

Bueno ¿qué carajo estaba haciendo? Toda su concentración, todo su plan cuidadosamente estudiado, toda la sangre fría y qué se yo ¿todo eso iba a tirar por un momento de calentura ante un viejo pelotudo? No, no lo iba a tirar, pero tampoco se iba a quedar callado.

-¿Y a mí que me importa que seas mi tío? Para mi no sos más que un viejo pelotudo. ¿Por qué no te metés tus consejos bien en el orto?

El corazón saltaba en su pecho de forma descontrolada. El rostro del viejo se había transformado. Estaba totalmente sorprendido y furioso. Sintió placer al verlo así, nervioso y temblando de rabia. Entonces, el tío dio dos veloces pasos hacia delante con el puño levantado. Sabía que iba a hacer eso, ya lo había visto en otras ocasiones hacer ese movimiento. En reuniones familiares, para pegarle a sus primos y a su tía y a cualquiera que se quisiera meter. Estaba preparado. Lo esquivó y le dio un fuerte puñetazo en la oreja izquierda. El viejo tropezó y cayó aparatosamente. Listo. Lo tenía donde quería. Enseguida le dio una tremenda patada en las costillas. Cuando lo escuchó gritar sintió una alegría indescriptible. Le dio una patada más y otra y otra. Alcanzó a escuchar algo como “por favor” y paró, pero no por eso sino porque estaba agitado. Sintió que había alguien detrás de él. Era la recepcionista. Asustada, con la boca abierta, casi llorando.

-Mejor andate – le dijo.

La recepcionista salió corriendo pidiendo ayuda. Entonces, sin perder tiempo, se dirigió hacia el escritorio, abrió el cajón y sacó el arma. El viejo seguía tirado, retorciéndose. Estuvo tentado a darle un golpe más antes de salir pero lo vio tan vulnerable y rendido que casi hasta sintió lástima por él. Se sabía débil y sensible así que decidió no pensar más en eso antes de empezar a sentir culpa. El viejo se lo merecía y ya está. Había que concentrarse en el ahora y para eso tenía que tomar el colectivo e ir al centro.

sábado, 10 de agosto de 2013

1. La siesta de los tiempos




Lo único que se escuchan son sus pisadas entre el pasto. Es una siesta algo cálida. Quieta. Hipnótica. Camina un poco más hasta que se para en dos patas contra un árbol. Come un par de hojas. Mueve su pesado cuerpo unos metros en dirección al arroyo y toma un poco de agua. Sigue caminando. Miles de años después, en ese lugar, van a poner una plaza con estatuas de soldados. En la esquina van a vender revistas. Van a construir montañas de cemento. Van a poner puentes sobre el arroyo. Por esos mismos caminos van a andar otro tipo de bestias, metálicas y con ruedas en vez de patas. Se van a ver colores que nunca se vieron por esos rincones. Se van a escuchar varios sonidos más. Pero sus pisadas no. Se va a morir y no va a dejar descendencia. A lo mejor alguien encuentre sus huesos y lo pongan detrás de una vitrina. Con suerte, lo van a exhibir entero en dos patas haciendo de cuenta que come un par de hojas, tal vez a miles de kilómetros de ahí. Pero no es consciente de eso. Y si lo fuera, seguramente no le importaría. Se tira en el pasto. Recibe los rayos del sol. El sol si va a permanecer. Igual que ahora. Un poco más.